Saturday, August 24, 2019

texto para el libro "Trencadís"

 Restauración




I don’t need you. I need us.


Todos podrán poner en tela de juicio la veracidad de estas, mis últimas palabras, antes de dejar este mundo en el que nunca pude (del todo) ser. Es un hecho real que el mundillo de los escritores consagrados tiene sus vericuetos, sus misterios y hasta sus atractivas contradicciones. Solo quienes trascendemos estamos liberados gracias al choque de nuestras convicciones opuestas, que nos llaman seduciéndonos a cada instante con una nueva mentira, en un redoble de sincericidio que arremete impoluto contra nuestra voluptuosidad de hombres ilustrados. La bendita ilustración que a tantos se llevó. Tantas batallas en pos de unos pocos iluminados, cuya tarea debía ser, irremediablemente, iluminar a unos tantos otros. No lo comprendo. Y esta incomprensión se irá conmigo a la tumba. Transpiro. Las manos enmantecadas en sudor hacen trastabillar al lápiz que cae, con insistencia, al frío piso de mi celda individual. Sí, es un privilegio que nos dan a los intelectuales. Privilegio será para ellos, que no lo entienden, que suponen la bienaventuranza de un cubículo personal para quienes nos flexionamos constantemente contra lo establecido. La pared al sol, dos laterales. Y la reja, siempre testigo de la vigilia policial que se hace presente en cada oficial de turno. ¿No se dan cuenta que prefiero un panóptico? Quisiera no saber quién me ve, ni cuándo me ve, ni por qué me ve. Quisiera ser pura duda. Esencia de incertidumbre. Las manos se me ponen cada vez más mantecosas. La sensación me recuerda a aquellas tardes lluviosas en lo de mi abuela cuando preparábamos exquisiteces de origen anglo franco español. Todas etnias fundidas en el mestizaje propiciado por las inmigraciones y cuyas costumbres fueron mamadas por las generaciones que nos precedieron. La abuela se encargaba de la masa y los chiquitos simulábamos colaborar enmantecando y enharinando las fuentes que irían al horno con todo ese menjunje secreto. Pero ahora no queda nadie. La abuela está muerta. Mis primos siguieron profesiones conservadoras y ahí están viviendo a queja constante. Pero yo. Yo estoy preso por perseguir una lucha que pertenece al plano de lo ontológico. Mis crímenes tienen que ver con una forma de ser en el mundo, no con violar una ley.


Levanto el lápiz una vez más y me doy cuenta de que es la última vez. Porque lo aprieto fuerte, lo agarro con otra fortaleza, propia de quien ya no tiene nada que perder. La duda es siempre un cáncer de los principios, pero nunca de un final inevitable. El legado se manifiesta. De eso se trata. De sostener un legado. Todo empieza con una ceremonia de graduación. Sucede inmediatamente después de publicar el primer libro escrito de verdad, en perfecto despilfarro de honestidad. No sabemos a ciencia cierta quién promueve estos rituales, pero pasan y uno no puede escaparse. Pero a diferencia de una graduación, donde todo es celebración y festejo, en la nuestra todo es congoja y prima esa sensación de que no habrá vuelta atrás. Los caminos de ida son siempre un duelo inconmensurable. Es una suerte de subasta del alma al mejor demoníaco postor. En esa graduación, somos esterilizados. Pasamos de ser hombres a ser autores (esto no es una falacia argumentativa). En esa esterilización, se nos obliga a renunciar, sistemáticamente, a la ontología que nos es propia como sujetos individuales. Y así nos transformamos en monstruos. Nos convertimos en portadores de una monstruosidad que pasará inadvertida para muchos. Para nosotros no. Cuando me pasó a mí, pude entender, desde el muy principio, que el inicio de mi carrera literaria significaba el puntapié de una pesadilla. Pero no, no se trataba de una pesadilla. Se trataba de mi legado: dejar de ser sería la herencia obtenida por todos esos años de deseo por alcanzar la consagración frente a innumerables lectores. ¿Quise asumir el legado que me era propio? No, claro. Si no no estaría detrás de estos barrotes donde uno cae en la realidad. De cualquier manera, estoy acá, quizás en el último de mis días. Soy un inventor de mundos, un creador de imaginarios. Tengo el don para desplegar universos en donde sea que apoye mi pluma. Me autoproclamo colonizador de hombres y lo vengo haciendo desde que publiqué mi primer éxito comercial. Nada ni nadie va a quitarme, aunque me encierren cien años (de soledad no, por favor), la conquista y el triunfo sobre la otredad. Aún tengo fresco el recuerdo de ese día en que entendí que el otro es conquistable, que yo tengo la capacidad para hacerlo, para ponerlo a mis pies. Ellos pasan de sujeto a objeto. Yo los objeto y así los sujeto a mi parecer. Diestro o siniestro no importa, es mi parecer. Pero en esa conquista, en ese triunfo, en esa victoria, entendí que siempre pierdo algo. No resulta sencillo manejar tamaña dinámica. Imagínese. Cuando se es capaz de generar mundo y de desplegarlo sobre la conciencia de los otros, se pasa de ser uno a ser nosotros. De la unidad a la pluralidad. Del alfa al omega. Ya no soy uno, ahora somos nosotros. Pero es un nosotros oscurantista porque no tiene retorno. Eso es, tal vez, lo más lamentable del triunfo literato. Por más que se intenta, el nosotros no se disuelve, sino que cada vez se vuelve un enlace más fuerte. Y en esa fortaleza infecciosa, el nosotros se vuelve necesario para poder seguir viviendo. Así perdí mi individualidad. Al menos tuve la osadía de querer volver ese nosotros un singular, como antes. Matar fue el único recurso. En todos estos años, también entendí que en mis conquistas, en mis reinos, en mis colonias, nunca podría ser un rey completo. Para un escritor, la desdicha es siempre un fiel compañero. Al escritor uno sabe que siempre quedará algún recoveco, algún escondite, algún oscuro reducto, alguna dimensión del corazón del lector que permanecerá inconquistable. 


M. C., La Plata, 22/10/2015


Cayó en la cuenta de que ya no podía escribir ni una palabra. Ni siquiera era capaz de garabatear una sola letra sobre el papel. Los dedos tampoco le respondían cuando se sentaba frente a la computadora. Manuel Cattanei caminaba por la cornisa de la desesperación. ¿Cómo es posible que un escritor consagrado haya perdido el rumbo? ¿No había nacido para eso? Esto escapaba de su entendimiento. Su vida se había desenfocado a partir de la publicación de su última novela, la más vendida, y a medida que el tiempo pasaba iba engendrando un sufrimiento que se alimentaba de cada intento frustrado. Todo parecía responder a una confusión mayor, a una turbación hegemónica, ejecutora de un malestar absoluto que regía su vida toda. La cotidianidad misma estaba trastocada, convertida en un conjunto de diapositivas proyectadas con tardanza. Había en su andar diario un dejo a lentitud, como si detrás de sus ojos hubiese alguien filmando en cámara lenta, dándole más peso a cada cosa, dilatando todo aquello que se aparecía ante su vista. A su alrededor, todo objeto se veía desdibujado, con los bordes difusos, algodonados, y le requería un esfuerzo constante afinar el ojo para verlos tal como los conocía. Él mismo se veía ajeno; otro en su propia carne.


Los días se desgranaban como una pelota de arena mojada que se marchita al sol. El escritorio, macizo y autoritario, lo acechaba desde el rincón de la habitación, como una bestia agazapada en sus fornidas patas de bronce, lista para saltarle a la yugular y para devorarlo. Vivo. El ficus, escolta del escritorio, estaba seco como un corcho de plástico. Sobre la tierra, alrededor del tronco arrugado, se erigía una montaña de bollos de papel que caía en un valle y tapizaba el piso de madera. Papeles, lápices, envoltorios de comida chatarra, paquetes de cigarrillos fumados y el tabaco de liar, que perfumaba el ambiente con un olor aburguesado. Atestado, por los desechos de su fracaso, estaba todo el perímetro del escritorio, que se mantenía inmutable con sus herrajes victorianos. Desde los cajones de la izquierda hasta los cajones de la derecha, los ornamentos de hierro dibujaban una cadena de curvas burlonas. Al fondo del mueble, clavado en una nervadura natural de la madera cruda, brillaba un abrecartas filoso y puntiagudo. En un escenario tan opaco, el destello dorado de la púa era un protagonista indiscutido. Manuel era espectador fiel de esta escena cada día, a toda hora. Se había acostumbrado a salir a la calle solo en casos de extrema necesidad.


El día en que todo cambió, él estaba sentado desnudo al borde de la bañera, con la cara ahogada en la profundidad de sus manos. Manos arrugadas que a cada minuto se hacían más hondas y oscuras. En medio de la turbación, se apostó frente a su reflejo, borroso por el vapor de la ducha en el espejo, y una vez más contempló el horror cotidiano de su cara deslucida. A cada rasgo lo veía sobresalido, destacado con un resaltador, como los que usaba en sus épocas de estudiante. De un pómulo al otro, de la pera a la frente, de izquierda a derecha y de arriba abajo, su rostro estaba surcado por múltiples arrugas que enrarecían aún más su reflejo. Estaba absorto en el análisis minucioso de su cara, un pergamino que escribía su decadente destino.


El sonido insistente del timbre lo fue trayendo de nuevo al baño. Era un tal Juan, encuestador del censo nacional. ¿Ya habían pasado diez años del censo anterior? Recuerdos así eran imposibles de buscar en la maraña de sus memorias corroídas, así que se vistió rápidamente con la bata de toalla bordó, sin nada abajo, y abrió la puerta de calle.


La cara del visitante se congeló en una mueca nerviosa cuando vio al escritor en el umbral, tan diferente a cómo se veía en las fotos de los diarios y de las revistas. Aunque persistía en él un dejo del júbilo editado en las imágenes de la prensa, una especie de aura que lo envolvía, tenía un aspecto reseco y opaco. Manuel no se interesó por ser cordial y, sin siquiera mirarlo, le hizo un ademán para que entrara rápido, sin que nadie más de afuera pudiera asomarse y convertirse en testigo de su bochorno. Ya adentro, el encuestador tomó asiento sin el permiso del dueño de casa, acomodó sobre sus muslos lo que parecía ser un conjunto de planillas, completadas con muchos garabatos arbitrarios, de esos que Manuel pagaría por poder dibujar otra vez.


Mientras el encuestador lo miraba embelesado, Manuel aún no se dignaba a sentarse. Daba pasos cortos al costado de la silla, de un lado a otro, con una impaciencia agobiante. El repique entonado por las uñas largas y mugrientas del hombre del censo empezó un minuto antes de que Cattanei hablara. “Tengo cosas importantes que hacer”, mintió. El sonido de las uñas filosas sobre las carpetas ya retumbaba como un conjunto de redoblantes. Se había vuelto insoportable en el aire de una habitación que era presa del silencio desde hacía meses. En el apogeo de esa percusión, cuando Manuel estaba al borde de una explosión cerebral, el encuestador se levantó de la silla con un súbito impulso, mientras gritaba al techo.


–¡Tu último libro es increíble! ¿Te puedo dar un abrazo?


La violencia de su repentino arrebato tiró por el aire sus carpetas, que revelaron lo que escondían: hojas sueltas, fragmentos y partes de todos los libros de Cattanei con anotaciones del encuestador, ahora convertido en acosador. Las páginas que forraron la habitación estaban marcadas, anotadas con diferentes colores, como si hubiera organizado toda una jerarquía bien armada para la ocasión.


Poseído por un histrionismo espectacular, el admirador corrió a abrazar a su objeto de fascinación. Incapaz de reconocerse víctima de un engaño psicótico, Manuel se volvió de piedra al contacto con los brazos circundantes que, como la Medusa, lo encandilaron y oscurecieron la visión en un borrón críptico. El abrazo no duró mucho. Los dedos del fanático se crisparon y sus uñas anclaron en la espina dorsal de Manuel, quien sintió cómo un escalofrío recorría su cuerpo y traía a la superficie su instinto de supervivencia. Con una destreza admirable, liberó su cuerpo de los brazos que atentaban contra su vida y empujó al fanático contra la mesa, con mucha fuerza, dejándolo aturdido por el golpe. Aprovechando la desorientación de su enemigo, agarró instintivamente una de las sillas de madera y sin pensarlo se la partió con violencia en la cabeza. El ruido seco del cráneo al partirse le bastó para saber que lo había matado.


Escuchó el sonido del golpe asesino con una claridad que hacía tiempo había dejado de serle familiar. A medida que su sentido del oído se afinaba y era capaz de percibir sonidos nuevos, como el rugido de los motores de los autos en la calle, sus ojos también experimentaban una transformación. Las paredes de la habitación parecían estar más cerca, como volviendo a ser las fronteras de su territorio perdido. Al escritorio lo veía en posición de descanso, en vigilia pero relajado, sin la tensión amenazante de los días anteriores. Los herrajes victorianos invirtieron su mueca burlona en un gesto neutro. 


La nebulosa habitué de su cabeza se había disipado parcialmente, por unos minutos. De pronto las conexiones de sus neuronas volvían a funcionar y el pensamiento se manifestaba con claridad, al igual que su cuerpo reconocía las aristas que le eran propias, que lo delimitaban como el sujeto que acostumbraba a ser. 


Manuel miró el cadáver en el suelo, junto a la mesa. También miró al escritorio, bien al fondo, donde estaba el brillo. Alternó la mirada una vez más entre el cuerpo, una pieza muerta de su propio mercantilismo, y el escritorio, ahora un mobiliario que lo seducía. La incomprensión era casi completa cuando, sin esperarlo, todo cobró un sentido escalofriante. Raptado, salió corriendo con la bata abierta, por el forcejeo instintivo, y con los genitales asexuados por la soledad. En su carrera alocada, pateó tres sillas, saltó un sillón de tres cuerpos, cayó sobre la mesa ratona y, finalmente, se frenó con la amortiguación del sillón acolchonado entre su cuerpo y el escritorio. 


Frente a él estaba la pantalla y el cursor titilante lo convocaba a hacer lo que no sucedía desde hacía meses. Secuestrado por el enigma, se sentó en la silla con ruedas. En la postura propia de un huraño, encorvado y pálido, extendió sus manos sobre el teclado. Los nudillos rígidos ahora se habían vuelto blandos y obedientes. Sus dedos descendieron sobre las teclas y se apoyaron aleatoriamente humedeciendo cada letra con la transpiración de su nerviosismo. Aletargado, intentó hacer presión sobre la ele, pero se detuvo antes de que apareciera en la pantalla, y miró en la profundidad blancuzca del monitor. El cursor reaparecía y a cada segundo le disparaba desafiante, le proponía una batalla que debía terminar ahí. Volvió a centrarse en sus manos, cargadas de municiones listas para atacar, y arremetió otra vez contra la ele. Esta vez presionó la tecla con rapidez y firmeza, sin mirar si la letra se había dibujado o no en la pantalla, y siguió abriendo fuego. Le siguió la o, luego la ese y la barra espaciadora. Al compás de la lentitud, continuó haciendo danzar sus dedos sobre el teclado, con torpeza y sin mirar. 


Cuando ya no pudo escribir más, se detuvo con la mirada perdida en un punto fijo de alguna de sus manos. Se reclinó recto sobre el respaldo, ubicó la frase en la pantalla y la leyó en voz alta: “Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas”.


Se reconoció a sí mismo, por unos breves segundos, en una frase ajena que brotó de algún rincón inconsciente. Miró al cadáver, otra vez la pantalla, y de nuevo al cuerpo. Su mirada acompasada interrumpió el ritmo y se clavó en el brillo metálico sobre el escritorio. Apaciguado, se paró. Echó los brazos hacia atrás y la bata se deslizó por sus hombros, cayó inerte sobre varios atados de cigarrillos vacíos. Arrastró los pies hasta un montículo de ropa que se alzaba al costado de la cama, agarró un pantalón de vestir sin planchar y se lo puso. Lo mismo hizo con una camisa con aureolas amarillas en las axilas y con una corbata pasada de moda. En el baño, el espejo aguardaba la visita final de un reflejo repetido, cotidiano. Manuel se acercó a su propia imagen con confianza se reconocía en ella, quién le devolvió una mirada cómplice. Se peinó con un poco de gel hasta acomodar cada hebra de pelo. Las arrugas que añejaban su cara, antes enfatizadas por el malestar, ahora eran pasadas por alto como si no existiesen.  

Caminó al escritorio con la cara desfigurada por la demencia, una demencia propia de alguien que descubre el elixir de la inmortalidad. Agarró al filoso abrecartas por el mango y salió a la calle por la puerta principal. Su destino era un café literario en donde ese día analizarían una obra suya.



Andrés Ruffini


texto publicado en el libro de Neyda Pitt, Trencadís (Buenos Aires, Textos Intrusos, 2019)

Foto con Neyda Pitt  y Diego Tedeschi Loisa, autora  y editor, Plaza de Mayo, Marcha del Orgullo, noviembre de 2015

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