Friday, March 22, 2019

texto 1 para "Yo quiero ver un tren"

 Rulos: siempre fueron el mundo




No es resaca. Es una reminiscencia de porro mezclado con buen vino. Me desperté así, todo envuelto en recuerdos risueños y en memorias de empine, el que corta la semana. Bajo de la cama como un pibe que desciende de la casa del árbol abandonando sus sueños a la suerte del viento y que pactan con la mundanidad para hacerse cuerpo. Vuelvo a la realidad mientras me quito de la barba un pedazo de budín. Fue mi modesto bajón antes de irme a dormir. Fush, fush. Brushing, bufanda, café y Buenos Aires más furiosa que nunca.


La línea C del Subte me parece una mierda. Están arreglando todo, pero hay olor a maquillaje de vieja, a pinturita de catálogo. Hay andamio para figurar y no puedo hacer oídos sordos a esa sospecha. Pero cada tanto la uso porque es buena la combinación para ir a la estación del ferrocarril San Martín, ahí en lo que alguna vez fue el coqueto barrio de Retiro. La SUBE con saldo negativo me hunde la pera en la bufanda de tanta vergüenza, pero paso rápido por el molinete nuevo, el que ya no tiene la ranurita para el cospel.


El coche se ve bastante nuevo, pero siguen sin venir con asientos cómodos, y el sobretodo que llevo puesto no hace más que sumar fastidios. Enfrente mío se sentó un muchacho que llegué a ver en el andén, al compás de “I took a pill in Ibiza”. Algo bien al palo para espabilar y lo suficientemente alienante como para sentirme un ciudadano más. “Qué apuesto”, pienso. Y entiendo que los treinta no vienen solos, sino que traen bajo el brazo un misterioso vocabulario de gente mayor. Claro que me siento un anciano, ¿pero de qué sirve corregir lo que nace de mi espontaneidad?


De curiosidad estoy hecho, así que al toque le saco una radiografía al muchacho, al don este. Se me para la pija y no estoy viendo otra pija, ni un culo, ni un cuerpo desnudo. Me erotiza su actitud y me calientan sus pies reunidos a la perfección en el piso del vagón, ahora la bahía de su dominio. Qué tipo hermoso. Tantos años en el rubro me enseñaron a mirar fijo, a buscar el cruce inminente de miradas. Me dedico a mirar dentro de sus ojos verdes, demorados atrás de unos anteojos bien hipsters. Me cabe su estilo, me suena a bicho de biblioteca y ya siento como se me moja el bóxer de líquido preseminal. Casi sin que me dé cuenta, los ojos color campiña toscana se levantan y fijan una mirada sobre mi castaña normalidad. Fue un segundo que hizo explotar su cara en un crisol de rubores. Volvió a hundir su cabeza en el Kindle y yo me empecé a inquietar.


Las estaciones pasan y no puedo sacar mis ojos de ese cuerpo. Es solo eso, es anonimato, es cosa, es materialidad. Que no tenga nombre me despoja del amor romántico y me vuelve bestia agazapada, lista para saltar a su entrepierna. Busco más belleza en su corporalidad y la encuentro sin atraso. Pero la prisa del tren me obliga a desplegar armas. Veo su cabeza, rapada a los costados, dibujada por una barba desprolija y coronada por un enjambre de rulos. Rulos: siempre fueron el mundo.


En General San Martín se abren las compuertas y la gente inunda el pasillo. Entre mi príncipe y yo ahora hay un abismo de humanidades, de enemigos, de potenciales cazadores, de posibles doncellas que quieren conquistarlo, de putos que podrían arrebatármelo. Lo busco con la mirada de nuevo, entre los pequeños espacios que aún quedan, hasta que ya no puedo verlo más. La multitud cegó mi horizonte. Reacciono rápido cuando me sacan lo que quiero. Entonces agarro un jirón de papel de mi mochila, siempre abarrotada de cuadernos y de lapiceras. Escribo una frase cursi de la cual me avergüenzo (aunque sé que para las conquistas la vergüenza no existe), anoto mi número de teléfono y firmo con un emoji sonriente: no tengo 17, tengo 30. Años.


Suena la chicharra, las puertas se abren y se anuncia la llegada a la estación Retiro. Llevo puestas unas botas de cuero argentino, número 45, que meten miedo. Con esos tractores a mis pies, cruzo el río de cuerpos hasta llegar al que me corresponde por derecho natural. Él se niega a despegar su cara del Kindle, pero sabe que me tiene al lado. Sostengo el papelito doblado y agarrado fuerte, con la mano zurda, la que uso para pajearme. Ya no queda mucho tiempo, ya no puedo demorarlo más. Estiro el brazo y al sordo grito de “disculpame” hago entrega de mi subjetividad a ese, el futuro rey de mi genitalidad.


Estoy subiendo la escalera mecánica que me saca del andén. Escucho el motor suave del tren y el chirrido de las puertas al cerrarse. Mi príncipe de corona enrulada se va en ese vagón, con mi dignidad doblada prolijamente en un papel que recibió sin apenas mirarme, porque sabía de dónde venía, porque lo esperó desde que nuestros ojos se fundieron en una mirada y desplegaron un nuevo mundo. Mi rey frustrado no llamará nunca, pero yo siempre voy a ser el hombre de su corte que le entregó el mundo en una redada de tren. Aunque él no me haya dado nada, aunque él me haya quitado deseo, yo siempre me estaré preguntando si ese monarca enrulado me gobernará alguna vez. Siempre estaré preguntándome: “¿Llamará hoy el rey de los rulos?”.




Andrés Ruffini




texto publicado en el libro de Diego Tedeschi Loisa, Yo quiero ver un tren (Buenos Aires, Textos Intrusos, 2019)

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